Crítica: Myra Breckinridge (1970)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA, 1970: Raquel Welch (Myra Breckinridge), Mae West (Leticia Van Allen), John Huston (Buck Loner), Farrah Fawcett (Mary Ann Pringle), Rex Reed (Myron Breckinridge)

Director: Michael Sarne, Guión: Michael Sarne & David Giler, basados en la novela homónima de Gore Vidal

Trama: Myron Breckinridge ha decidido asumir su sexualidad y por ello ha viajado a Dinamarca, en donde le practican una operación de cambio de sexo. Luego de dos años regresa como Myra Breckinridge, una despampanante morocha que cautiva a hombres y mujeres por igual. Ahora la chica transexual ha puesto un objetivo en su cabeza: obtener la mitad de la fortuna que por derecho le corresponde, la que proviene de la herencia de su madre y que su tio Buck Loner administra de manera despiadada, regenteando un mediocre estudio de actuación que sólo sirve para camuflar sus desprejuiciadas correrías sexuales con las alumnas. Para ello Myra se hace pasar como la viuda de Myron y, mientras lidia con su tío, se ha propuesto devastar el entorno que lo rodea… lo cual incluye violar a su sobrino y acostarse con la novia de éste, generando una sucesión de escándalos que obliguen a Buck a soltarle el dinero que le pertenece.

Myra Breckinridge (Ok; el resumen es bastante diferente de la trama real del filme, pero es difícil sintetizar una historia tan amplia y hueca en donde el fin último de la protagonista sea”demoler el mito del macho norteamericano”).

Bienvenidos amigos, a esta sección de obras maestras del horror. En el caso que nos ocupa, hablaremos de una película terrible, bizarra y maldita, un filme de esos que aniquila carreras enteras o las parte por la mitad, y que termina haciendo historia gracias a su tremebunda mala fama. Eso es Myra Breckinridge.

No es difícil elucubrar cómo un estudio de los grandes decidió meterse en un proyecto de este calibre. Imaginen la época; fines de los 60, la era del flower power y la revolución hippie. La cultura norteamericana está mutando y Hollywood olfatea esos vientos de cambio. Obras como Easy Rider demuestran que hay un público que desea ver rebeldes, sexo y drogas en la pantalla y, de pronto, ser un representante de la contra-cultura termina siendo un negocio más que rentable. A su vez Hollywood se rebela cada vez más contra el código Hays la rígida normativa moral que venía estableciendo lo que se podía ver en la pantalla desde hacía más de 40 años -, y aparecen directores que hacen tiros por elevación contra el muro de la censura: desde Arthur Penn y su Bonnie & Clyde hasta alguien tan obvio como Russ Meyer, un tipo dedicado ciento por ciento al sexploitation y que venía generando recaudaciones maravillosas con filmes baratos recargados de pulposas protagonistas desnudas. Si el sexo y la rebeldía venden, ¿por qué no intentar con la novela de Gore Vidal, la que trata de un transexual malhablado y desinhibido que se acuesta con medio mundo y que dispara constantemente comentarios mordaces sobre Hollywood?.

Mientras que el libro de Gore Vidal fue un bestseller, la adaptación cinematográfica que ahora nos ocupa demostró ser un bochorno y un fiasco de taquilla. Los problemas aparecieron desde el vamos, con la elección de un director que se creía gran cosa y que pasaba filosofando sobre el filme, re-escribiéndolo todo el tiempo y fotografiando platos de comida durante días enteros. Le siguió un casting bizarro, con gente que no sabía actuar, gente que sabía actuar pero no quería estar en el filme, y gente que se odiaba con otra gente en el set. La gente y la crítica la aborrecieron de entrada y el estudio la encerró bajo siete llaves, sumándole el bochorno de que la cinta llegó a ser considerado como pornográfica en muchos países del mundo. ¿Acaso era tan horrible y escandalosa era como para sufrir semejante suerte?.

Ciertamente Myra Breckinridge no llega a ser un filme medianamente potable. La historia es un divague, sólo que está adornada de excentricidades que terminan resultando fascinantes por la contemplación de su exceso. En sí, ver el filme no difiere mucho de ver el hundimiento del Titanic: es horrendo y es una tragedia, pero se trata de un espectáculo dantesco del cual resulta difícil apartar la mirada.

Considerando que el filme data de 1970, el argumento era toda una osadía para la época: un homosexual viaja a Dinamarca y se hace una cirugía de cambio de sexo. Ahora el transexual tiene la infartante apariencia de Raquel Welch y ha decidido regresar a USA para poner en movimiento un plan disparatado – exterminar el mito del gran macho yanqui (wtf??) -, para lo cual precisa dinero. Si alguien me pregunta qué sentido tiene el plan o cómo piensa implementarlo, no tengo la más mínima idea (y creo que el guionista tampoco). Lo que sigue es la puja por el cobro de una herencia y, mientras la negociación se lleva a cabo, la chica / ex chico se desempeña como maestra de actuación, en donde todo el mundo hace pavadas y ella filosofa sobre la decadencia del cine norteamericano y la proliferación de la pornografía. Y, mientras suelta toda esa parrafada, el transexual se calza un cinturón con pene postizo y viola a su primo (el cual no sabe su verdadera identidad) y se acuesta con la novia de éste. ¿Qué sentido tiene hacerse transexual si luego se vuelve lesbiana?.

El propósito de la historia brilla por su ausencia. Como comedia no tiene demasiada gracia, y todo el mundo sobreactúa mientra larga enormes parrafadas. Pero aún así Myra Breckinridge nunca aburre, quizás por lo fascinante de su propia decadencia. Por ejemplo, el director intercala todo el tiempo fragmentos de películas de antaño (como sketches de Laurel y Hardy), los que funcionan como paralelos de lo que realmente ocurre en pantalla. A veces esas secuencias tienen más gracia que el filme en sí y, en escasos momentos – como la dichosa violación masculina – terminan siendo efectivos gracias a su doble sentido. Eso sí: es bizarro ver a Gary Cooper intercalado con una atípica secuencia de sodomía.

Curiosamente Raquel Welch – que suele ser un queso actuando – es efectiva aquí. Le da calidez y simpatía al personaje, y hasta me animaría a decir que es una de las mejores actuaciones de su carrera. Canta, baila, es perversa y angelical, y hasta demuestra vulnerabilidad cerca del final, cuando se da cuenta de que su plan ha ido demasiado lejos. En cambio John Huston está encastrado en un papel bochornoso y la frutilla del postre se la lleva Mae West; si bien la diva hizo toda una carrera basada en el doble sentido y en su imagen come hombres, las rutinas surten el efecto contrario cuando son puestas en boca de una geronte de 70 años, la que luce como si recién se hubiera escapado de un museo. Todas las escenas con la West (incluyendo una tosca prueba sexual con un jovencísimo Tom Selleck) dan vergüenza ajena y uno se pregunta seriamente si no había alguien un poco más fresco para el papel.

A 40 años de su estreno – y con toda el agua que ha corrido bajo el puente desde aquel entonces -, Myra Breckinridge no luce tan escandalosa como debiera. Para su época debió haber sido una blasfemia, ya que todo el tiempo se habla de sexo y ocurren un par de situaciones bizarras. Es posible que la intención final de Gore Vidal haya sido comparar el glamour del Hollywood de antes con el exceso de materialismo y sexo que estaba asomando en el Hollywood de los años 70… y para ello montó la obra más transgresora y zarpada que su imaginación le permitiera. Como figura en una escena, dos viejos discuten sobre el asco que les da ver el sexo en el cine de hoy mientras que, detrás suyo, hay parejas besuqueándose morbosamente y hay un par de policías golpeando salvajemente a un negro. Si el sentido de la obra era la sátira, algo se perdió en la traslación. El problema es que el resultado final que quedó en la pantalla es un divague, como si fuera un compendio de sketches zarpados débilmente unidos por un hilo argumental, y desbordados de huecas pretensiones intelectuales.