Crítica: El Maestro del Disfraz (2002)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA, 2002: Dana Carvey (Pistacho Disfrazin), Jennifer Esposito (Jennifer Baker), Harold Gould (abuelo Disfrazin), James Brolin (Fabrizio Disfrazin), Brent Spiner (Devlin Bowman)

Director: Perry Andelin Blake, Guión: Dana Carvey & Harris Goldberg

Trama: Pistacho Disfrazin es el último de una larga generación de paladines de la justicia, los cuales se dedican a combatir el mal desde hace centurias utilizando sus dones innatos del disfraz. Pero Pistacho es un torpe de aquellos y su padre Fabrizio no quiere delegarle el rol del líder de la cruzada familiar. El muchacho sólo tendrá oportunidad de probar sus talentos cuando el perverso Devlin Bowman secuestre a su padre y lo obligue a efectuar fastuosos robos de manera desapercibida. Con la ayuda de su abuelo, Pistacho aprenderá las artes de la imitación y las utilizará para liberar a su padre… aunque ello suponga internarse en la guarida mortal de Bowman, plagada de trampas y asesinos, y cuyo escape suponga una tarea imposible. ¿Pistacho podrá hacer frente a los secuaces del villano, o será una de las tantas víctimas cuya sangre riegue los fastuosos jardines de la mansión Bowman?.

Dana Carvey intenta entender por qué el libreto no es gracioso - aún cuando lo haya escrito él -, en esta escena de la horrenda El Maestro del Disfraz (2002) Dana Carvey intenta entender por qué el libreto no es gracioso – aún cuando lo haya escrito él -, en esta escena de la horrenda El Maestro del Disfraz (2002)

El Maestro del Disfraz Había un sketch que hacía Eduardo D’Angelo en un programa de la televisión uruguaya. El actor hacía de un desquiciado amante de las imitaciones y aprovechaba para hacerlas cada vez que le preguntaban algo (por ejemplo, “¿conoce una fonda llamada Henry?”). El tipo escuchaba eso, se trulaba y comenzaba a vomitar frases en inglés, haciendo (lo que se supone) una impecable imitación de Henry Fonda. El problema con el gag es que todas las imitaciones eran de famosos actores anglosajones, un detalle que escapa a la mayoría del público standard. Vale decir, si usted no era un conocedor profundo de los tics de Cary Grant o Edward G. Robinson, era incapaz de distinguir la diferencia (o apreciar la imitación) y se reducía a D’Angelo disparando jeringoza anglosajona al azar. El humor del artista queda desconectado del público y todo se reduce a un proyecto de vanidad. Algo parecido ocurre con El Maestro del Disfraz: Dana Carvey estará convencido que sus imitaciones eran de una hilaridad mortal – y que podía mantener todo un filme gracias a una sucesión interminable de ellas -, pero lo cierto es que resulta imposible siquiera esbozar una mínima sonrisa a lo largo de la película. Bodrio monumental por donde se lo mire, El Maestro del Disfraz se convirtió en objeto de culto debido precisamente a su entera falta de gracia y su odio mayúsculo por parte de la crítica y el público.

En el fondo había una historia pasable. Se trata de una familia de justicieros, tipos poseedores del arte milenario del disfraz y la imitación, y que han combatido el mal desde hace siglos explotando sus dones. El último de la generación resulta ser Carvey, el cual es un tonto diplomado por donde se lo mire. Secuestrado su papi, Carvey se debe poner los pantalones largos y salir a rescatarlo, amén de evitar los diabólicos planes de Devlin Bowman, encarnado con fruición por Brent Spiner.

El gran problema con los cómicos estadounidenses es que se creen figuras y no actores. Procedentes de la TV – medio que les dió enorme éxito y fama -, están convencidos de que las masas adoran sus personalidades (y/o los personajes que han creado) y se niegan a cambiarlas cuando entran a un estudio de cine. Fran Drescher sólo ha hecho variaciones de La Niñera en el celuloide, y así le ha ido; suertes similares le han ocurrido a Sarah Jessica Parker, Matthew Perry, Martin Lawrence, Pauly Shore y un larguísimo etcétera. Son incapaces de ponerse al servicio de una historia y de las exigencias de un director, de mutar y demostrar que poseen gracia en otro tipo de papel menos maniático y mas sutil. Ello es lo que ocurre aquí con Carvey, que traslada casi intacta su troupe de personajes del show Saturday Night Live a la pantalla grande; y como él es el responsable del libreto (y prima donna del proyecto) hace una tonelada de bobadas a la cámara sin que nadie tenga la autoridad (o siquiera la decencia) de decirle que lo suyo es horrendo. Seamos claros: yo creo que Carvey es un gran cómico y estupendo imitador, pero es un espantoso libretista y carece de un mínimo control de calidad como para saber si una determinada rutina apesta o es larga en exceso. Son artistas que no pueden dirigirse a sí mismos y que, para colmo, se encuentran perdidos en un set de cine: no tienen las risas del público, les falta su feedback como para corregir un monólogo o una escena, y hacen inútiles pausas esperando una tanda de aplausos que nunca llegarán. Aquí Carvey está pasado de adrenalina y hace rutinas largas y recargadas de chascarrillos, pero no hay ni uno solo (ni uno!) que haga blanco en todo el filme. Las improvisaciones abundan y, por lo que uno ve en la eterna secuencia de créditos finales, quedó afuera del corte final material suficiente como para rodar 10 películas mas.

Parte del problema es que Carvey insiste en que el protagonista sea una especie de retardado. A veces esas cosas funcionan si se tiene un enfoque subversivo – los idiotas no tienen muy claros los limites de lo moral y, si son algo retorcidos, puede dar lugar a situaciones hilarantes como pasaba en Tonto y Retonto -, pero acá la cosas va de light y medio infantiloide, con lo cual el cuchillo nunca llega al hueso. Carvey sólo insiste en disparar chistes, sin darle espacio al personaje para que respire, se humanice un poco o sea mínimamente interesante. Son tantos los pecados y omisiones que comete que hasta un cómico tan anodino como Rob Schneider – socio en el crimen de Adam Sandler (casualmente productor de este filme), y reducido habitualmente a papeles secundarios molestos o deslucidos – parece Peter Sellers a su lado. Carvey es como Patrick Bateman: desnudo, pasado de rosca, bañado en sangre y corriendo como loco por todo el set con una motosierra encendida en las manos.

Es posible que El Maestro del Disfraz sea un proyecto de vanidad de Carvey; a final de cuentas su ex socio Mike Myers contaba millones con la franquicia Austin Powers al momento de estrenar esta cinta. Pero Myers, aún con su humor irritante, tenía otros dones y le daba calidez a sus personajes, mientras que aqui el filme parece empapado del timing de una sitcom de baja estofa. Es como una colonoscopia sin anestesia, con el agravante de que Carvey está convencido que lo suyo es sublime y lo estira y lo estira como los eternos y espantosos créditos finales – hasta el paroxismo.

Da vergüenza ajena ver a tan buenos intérpretes (en especial Brent Spiner) desperdiciados en este engendro de la naturaleza. Aburrida, repetitiva, hueca, eterna, El Maestro del Disfraz es el Titanic de las comedias: una comedia disfrazada con ropas de lujo… y cuyo destino natural merecería ser el fondo del océano.