Crítica: La Máscara (The Mask) (1994)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA, 1994: Jim Carrey (Stanley Ipkiss), Cameron Diaz (Tina Carlyle), Peter Greene (Dorian Tyrell), Peter Riegert (teniente Mitch Kellaway), Richard Jeni (Charlie Schumaker), Amy Yasbeck (Peggy Brandt)

Director: Charles Russell, Guión: Mike Werb, Michael Fallon & Mark Verheiden, basados en el comic creado por Mike Richardson

Trama: Stanley Ipkiss es un tímido empleado de banco que vive en Ciudad Límite. Embaucado por Tina Carlyle – una hermosa bailarina exótica que hace furor en el cabaret Coco Bongo – accede a mostrarle las instalaciones y la caja fuerte de la entidad. Pero Tina ha sido enviada por su jefe y amante, Dorian Tyrell, el cual quiere robar el banco para hacerse con el dinero y utilizarlo para subvencionar una guerra sin cuartel contra el actual capo mafia que domina la ciudad, destronándolo y quedándose con su lugar. Sin embargo la suerte de Ipkiss cambia de la noche a la mañana cuando se topa con una extraña máscara, la cual ha encontrado flotando en el río y la que parece tener superpoderes. Y es que cuando Ipkiss se la coloca, se transforma en una entidad todopoderosa y caótica, capaz de realizar tareas tan salvajes como sobrehumanas. Ahora Ipkiss ha comenzado a usar los poderes que le brinda la máscara para vengarse de quienes lo han explotado… y, para deslumbrar a su amada Tina, ha robado su propio banco, momentos antes de que lo hiciera Tyrell y desatando la furia del matón. Muy pronto Tyrell emprenderá una persecución a muerte de la Máscara, aún sabiendo que – cuando se encuentra en trance – resulta inmune a todo tipo de daño.

La Mascara El mundo del comic no se restringe a la DC y la Marvel. Existen muchas editoriales independientes, las cuales se dedican a publicar tiras del más variado tipo y color. En algunos casos sus proyectos bordean la demencia como The Flaming Carrot un superhéroe con cara de zanahoria y una llamita flameante en la cabeza -, y en otros incursionan decididamente en la anarquía pura, como resulta ser La Máscara, personaje surgido de la cabeza de Mike Richardson en 1982. Richardson lo dibujaba en sketches de un cuadro, hasta que decidió acercarse a la gente de Dark Horse Comics, quienes le vieron potencial para una tira de edición limitada. Alli terminaron de pulir la idea – una máscara mágica que desinhibía a su poseedor y la daba poderes ilimitados, potenciando lo más oscuro de su personalidad – y la plasmaron en una serie de miniseries de cuatro capítulos, las cuales se fueron publicando con cierta regularidad hasta el año 2000.

Desde ya que La Máscara de Richardson no tiene nada que ver con el simpático anarquista que encarna Jim Carrey en el filme que ahora nos ocupa. El de la historieta era violento y amoral, con toques de humor negro que pondrían rojo de envidia a Quentin Tarantino. El Stanley Ipkiss original era un neurótico que se transformaba en un furioso asesino, y que terminaba por erigirse en el líder mafioso de toda una ciudad. Además la tira tenía la característica de cambiar de protagonista periódicamente – por ejemplo, Ipkiss moría bajo una lluvia de balas al final de un capítulo, y la máscara pasaba a otro dueño -, con lo cual el tono y enfoque de las historias iban rotando de capítulo en capítulo. Resulta curioso que toda esa violencia y anarquía estén protagonizadas por un personaje de aspecto ridículo, el cual se encuentra más cercano a un villano deforme de la Marvel o la DC (Red Skull, Black Mask) que a algún tipo de antihéroe.

El punto es que, a mediados de los 90, los productores de Hollywood salian en masa a adquirir derechos sobre comics de superhéroes de cualquier tipo y color. En 1989 el Batman de Tim Burton había recaudado cantidades obscenas de dinero, y lo mismo ocurría con su secuela de 1992… sin que nadie, en el medio, hubiera podido imitar siquiera con tibieza los resultados de taquilla de dichos filmes. Oh si, se hicieron películas de superhéroes – como el Capitán América de Albert Pyun -, pero eran tan horribles que nadie iba a verlas. Curiosamente sería una comedia la que revitalizaría la vida útil del género; cuando apareció La Máscara en 1994, demostró que los superhéroes no eran una moda pasajera sino que había llegado para quedarse: poco después vendrían Blade, los X-Men, y el gigantesco desembarco de la Marvel en el cine, algo que sólo sería timidamente imitado por la DC a partir de mediados del 2000 con Batman Inicia y Superman Returns.

Pero si uno analiza bajo la lupa, verá que La Máscara es una película mediocre salpicada con momentos cómicos geniales. Todo es demasiado barato y tiene el tufillo de un filme televisivo. El elenco apesta, incluyendo a Jim Carrey en su modalidad humana, el cual actúa como un neurótico que se ha olvidado tomar su medicación diaria – los únicos rescatables son el experimentado Peter Riegert y Cameron Díaz, la cual desborda simpatía -. La historia es predecible y los villanos son de cartón pintado, y todo este circo merecería el olvido de no ser los momentos en donde el libreto decide soltarle la cadena a Carrey y éste comienza a sobreactuar a niveles estratosféricos – sustituyan a Carrey por cualquier otro comediante más medido y verán cómo la película fracasa miserablemente (vean, si no, lo que ocurrió con Jamie Kennedy y la execrable secuela El Hijo de la Máscara). -. Es Carrey quien saca a flote a un filme eminentemente chato, gracias a que tira dos mil toneladas de imitaciones y referencias pop de todo tipo y color (habría que llevar la cuenta de a quienes parodia, sea a Clint Eastwood como Harry el Sucio, satirizando a Sally Field cuando recibió su Oscar como mejor actriz por Norma Rae, o clonando a W.C. Fields y dos millones más de comediantes de la vieja escuela de mediados de los años 50), las cuales aciertan mucho más de lo que fallan. Quizás el otro punto meritorio es el enfoque de comic – al estilo exagerado de los Looney Tunes o de las antiguas épocas de la Hanna Barbera -, lo cual debe ser el único acierto del director Chuck Russell. Pero quiten eso y verán como uno contiene la respiración, contando desesperadamente los segundos hasta que llegue la próxima intervención en escena de Jim Carrey enfundando en su máscara verde.

En sí, La Máscara no funciona como un filme tradicional de superhéroes. Aún cuando el personaje esté más medido que en la historieta original, no deja de ser un anarquista todopoderoso, un individuo que actúa pura y exclusivamente de acuerdo a sus propios intereses, y que utiliza cualquier medio – aunque sea ilegal – para satisfacerlos. En realidad esto es una comedia con toques fantásticos, en vez de un filme de superhéroes con toques de comedia. Al filme sólo le interesa ver a Carrey desatado, con lo cual todo el resto es una excusa para que el sobre-actor tenga oportunidad de ponerse la máscara y desatar todo el caos que lleva dentro.

Eso no quita que los momentos cómicos sean tan potentes que terminen por sepultar a la mediocridad del resto. Desde la emboscada en el callejón a la banda de punks hasta el show musical en el cementerio – con Cuban Pete como acto destacado – son deliciosos, pero uno no deja de pensar en que el filme hubiera ganado mucha más efectividad con un director más disciplinado y un libreto menos previsible. Como sea, todo ello hace que La Máscara termine por resultar un gusto adquirido, algo que uno termina por asimilar per se sin cuestionarse demasiado ni sus defectos ni su limitada naturaleza, ya que sus virtudes son tan potentes que terminan por encadilar al espectador y hacerlo olvidar de los puntos más desprolijos de su desarrollo.