Crítica: El Embajador del Miedo (The Manchurian Candidate) (1962)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA, 1962: Laurence Harvey (Sargento Raymond Shaw), Frank Sinatra (Mayor Bennett Marco), Angela Lansbury (Sra Shaw), James Gregory (Senador John Iselin), Janet Leigh (Rosie Chaney), John McGiver (Senador Thomas Jordan)

Director: John Frankenheimer, Guión: George Axelrod, basado en la novela homónima de Richard Condon

Recomendación del Editor

Trama: Durante la Guerra de Corea el batallón del sargento Raymond Shaw es atrapado por los comunistas y sometido a una serie de experimentos sobre lavado de cerebro. Ahora la guerra ha terminado, y Shaw ha regresado a Norteamérica. Pero operadores chinos y soviéticos han reactivado su programa mental, y lo empiezan a testear antes de ejecutar su objetivo final. Mientras tanto el mayor Bennett Marco – compañero del escuadrón de Shaw y otra víctima del lavado de cerebro – ha comenzado a tener pesadillas, recordando fragmentos de las sesiones de adoctrinamiento que recibió de los comunistas. Marco piensa que Shaw es la clave de todo ello, e intenta persuadir a las autoridades para que investiguen al condecorado sargento, pero ninguno de sus argumentos suena convincente. Y ya que Shaw es el hijo de una acomodada familia de senadores, no sería nada extraño que todo fuera una movida para infiltrar el gobierno norteamericano desde la política. Pero el tiempo juega en contra de Marco, y de que pueda detener a Shaw antes que cometa un desastre.

El Embajador del Miedo En los sesentas Jon Frankenheimer filmaba clásicos como El Hombre Pájaro de Alcatraz (1962), o Grand Prix (1966). Y entre esa tanda de genialidades se despachó con la que se suele llamar su trilogía paranoica – compuesta de El Embajador del Miedo (1962), Siete Días de Mayo (1964) y El Otro Señor Hamilton (1966) -, cuyo denominador común son las conspiraciones en que se ven envueltos sus protagonistas, en donde ninguno de los personajes restantes es digno de confianza. Precisamente la película que abre la trilogía es la que nos ocupa en este momento, la que ha sido catalogada como clásico. Sin duda lo es, a pesar de toda una galería de problemas de estructura y lógica que contiene el guión, y uno debe elogiar el talento directorial de Frankenheimer para ocultar semejantes defectos bajo un clima de intriga realmente apasionante.

Acá la idea es fabricar un infiltrado comunista mediante el lavado de cerebro. Ya en esos momentos el libreto empieza a resentir un poco la trama – ¿si atraparon a un pelotón entero, por qué fabricar un único espía? -, especialmente por el hecho de que el lavado de cerebro comienza a desvanecerse al resto de los miembros del pelotón que acompañaba a Shaw. Uno incluso piensa en algún momento que el personaje de Frank Sinatra es partícipe inconsciente de la conspiración. Igual, el filme sigue adelante y tiene momentos absorbentes – como la genial sesión onírica en donde el pelotón está con el grupo de doctores comunistas y piensa que se trata de una conferencia sobre flores dictada por un grupo de ancianas, algo que Frankenheimer arma en un único paneo de manera excepcional -, y de hecho llega a la conclusión que donde El Embajador del Miedo funciona de maravilla es cuando se centra en Laurence Harvey. Pero…

Pero el filme y el libreto empiezan a patinar por momentos, en especial con problemas de casting y de definición de personajes. Laurence Harvey se ve muy grande para hacer de nene rico y caprichoso, y para colmo Angela Lansbury no se ve taan vieja como para ser su madre (de hecho, sólo le llevaba 3 años a Harvey!). Eso termina siendo excusable, ya que sus performances son tan buenas que absorben dichos defectos. El tema es Frank Sinatra, que además de actuar produce el filme, y que uno deduce que debió haber exigido un estiramiento de su papel para darle algo de peso en la trama. Su mayor Bennett termina adivinando demasiadas cosas, y los militares no tardan demasiado en darle crédito y montar un operativo para investigar a Shaw. Hubiera sido mucho más desesperante que Bennett hubiera quedado como un loco, y que él solito intentara detener a Shaw. El otro punto terrible es la inserción con calzador del personaje de Janet Leigh – que lleva un tiempo enorme y es poco creíble -. A Sinatra le tiembla el pulso en el tren, sale corriendo en medio de una crisis de nervios, y la veloz Leigh lo alcanza, le da de fumar y se lo levanta. Ah, si, si; además va a sacarlo de la cárcel, aunque lo haya visto 5 minutos en toda su vida, y en el taxi de regreso le dice que ha despachado a su novio de varios años para quedarse con él. Esas sí que son mujeres rápidas.

Lamentablemente el personaje de Leigh desaparece después de semejantes estupideces (y tiempo perdido en pantalla), y permanece como adorno sólo para que veamos que Sinatra le comenta a un ser humano sus razonamientos en voz alta. El otro que hace de florero humano es Henry Silva, que supuestamente es un infiltrado norcoreano (!!) puesto para vigilar de cerca a Laurence Harvey. Pero luego de una pelea muy mal coreografiada en el medio (con Frank Sinatra haciendo karate!!), Silva desaparece sin dejar rastro.

El acto intermedio está lleno de pozos. Por suerte el filme repunta sobre el final, y siempre que la cámara se centre en Harvey. No es que la performance del actor sea formidable – da con lo justo -, pero el relato es apasionante cuando trata sobre su persona. Lamentablemente sobre el final del último acto se cometen algunas idioteces monumentales – la revelación del operador americano de Laurence Harvey; el propósito final de éste – que dejan mucho que desear. Uno esperaba que el hijo de una familia de senadores fuera manejado mentalmente dentro de la política, y no como un asesino programado – es algo muy idiota; ¿para qué le hicieron ganar la medalla del congreso? -. El patético senador “a la Maccarthy” de James Gregory tampoco ayuda a la coherencia del relato. Y si se sostiene de algún modo el filme en ese punto, es gracias a Harvey y a la excelsa performance de Angela Lansbury. No creo que la interpretación de la inglesa fuera absorbente, pero da un giro de tuerca sorprendente (y bastante traído de los pelos). La perra ambiciosa se transforma en una perra inteligente y de corazón helado, una Lady MacBeth de la política moderna. Quizás el mecanismo oculto que hace funcionar realmente a El Embajador del Miedo sea en realidad su sentido de tragedia griega, y no tanto su aspecto de thriller fantasioso de la Guerra Fría. Hay un odio visceral entre madre e hijo, con tonos incestuosos camuflados en el libreto debido a la época, que los convierte en fuerzas disparadas en trayectoria de colisión inminente. A su vez Raymond Shaw es un personaje realmente triste, un negado por la vida, un tipo que jamás pudo (ni podrá) ser feliz. Hay un par de escenas que lo pintan de cuerpo entero, comenzando por el relato de su noviazgo que le hace a Frank Sinatra, y siguiendo por el sorprendente tiroteo nocturno en la cocina de un personaje conocido de la trama. Esta última secuencia es realmente conmovedora por todas las implicaciones que conlleva, y que indirectamente demuestra la estatura malévola de Angela Lansbury en el peso de todo el relato.

El Embajador del Miedo es un gran filme, pero no uno sin defectos. Si uno lo revisa al momento de terminar, descubrirá gran parte de las fallas que lo afectan, aunque algunas de ellas ya resultan evidentes durante la proyección. De todos modos, el talento de Frankenheimer como narrador termina por triunfar sobre los problemas de George Axelrod como libretista, dándonos un clásico memorable pero imperfecto.

LA “TRILOGÍA PARANOICA” DE JOHN FRANKENHEIMER

El Embajador del Miedo (1962) – Siete Días de Mayo (1964) – El Otro Señor Hamilton (1966). The Enemy Within (1994) es una decepcionante remake de Siete Días de Mayo, producida por HBO.