Crítica: El Fin de Sheila (The Last of Sheila) (1973)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

4 atómicos: muy buenaUSA, 1973: Richard Benjamin (Tom), Dyan Cannon (Christine), James Coburn (Clinton Green), Joan Hackett (Lee), James Mason (Philip), Ian McShane (Anthony), Raquel Welch (Alice)

Director: Herbert Ross – Guión: Stephen Sondheim & Anthony Perkins

Trama: Clinton Green es un poderosísimo productor de Hollywood. Sarcástico, arrogante, nadie lo quiere pero vive rodeado de los adulones de turno que desean sus favores para recuperar sus carreras o acceder a la fama. Pero Green tiene un extraño hobby: jugar todos los años una especie de “búsqueda del tesoro”, para la cual recluta un grupo de sus mas selectos “amigos” y parte a su isla privada en el Mediterráneo. El tema es que este año el juego se desarrollará en el aniversario de la muerte de Sheila, su esposa, la cual fuera arrollada por un desconocido durante una de sus formidables fiestas hace un par de años. Y el propósito de este juego no será solo develar los trapos mas sucios de los participantes sino hallar al asesino de Sheila, del cual Green posee una firme sospecha. Pero el homicida ha anticipado la movida y, en uno de los juegos, ha asesinado a Green y ha regado pistas falsas. Philip, el veterano y decadente director de cine que participa en el juego, ha decidido investigar el asesinato por su cuenta, y ha formado un comité con Tom – un actor en decadencia – y Christine, una relacionista pública cuyo excesivo líbido la ha metido en problemas mas de una vez. Pero los sospechosos se acaban porque han empezado a perecer uno a uno, y el tiempo para que llegue la policía continental a la isla se agota. ¿Podrá Philip y su grupo encontrar al culpable antes de éste que pueda salirse con la suya?.

Arlequin: Critica: El Fin de Sheila (The Last of Sheila) (1973)

The Last of Sheila es un clásico whodunnitesos juegos intelectuales a lo Agatha Christie donde hay varias muertes y un montón de sospechosos en un ambiente cerrado -, hecho con cierto vuelo. Su origen es inusual: el actor Anthony Perkins y su amigote, el compositor teatral Stephen Sondheim (que hizo las letras de Amor Sin Barreras, Gipsy y Sweeney Todd entre toneladas de obras), solían armar “cacerías del tesoro” los fines de semana, reuniendo un montón de amigos y poniéndose a jugar a la resolución de pistas y misterios como una diversión de élite reservado para unos pocos conocidos. En el transcurso de una de sus ediciones el director Herbert Ross (Momento de Decisión, La Chica del Adiós, Adiós Mr. Chips y toneladas de dramedias super conocidas) le propuso transformar el juego en un guión, suponiendo que en la reunión del fin de semana estuviera escondido un asesino. El resultado final es este vehículo multi-estelar, el cual es mucho mas entretenido que los almidonados misterios que solía escribir Agatha Christie en sus mejores épocas.

El condimento es Hollywood y su ambiente frívolo y perverso. James Coburn es un tipo podrido en plata que arma estos juegos, y decide invitar a un montón de tipos que están en la industria del cine y que andan en la mala. Coburn no duda ni un segundo en sacarles el cuero cara a cara (todos lo toleran porque el tipo tiene tanto dinero que puede reflotarle sus carreras produciendo algún filme soñado), y propone una cacería del tesoro – seguir pistas hasta dar con el paradero de un sobre con un secreto sombrío respecto de cada uno de los presentes -, a la cual se someten todos con tal de caerle en gracia al anfitrión. Pero hay un propósito oculto: hace unos años alguien atropelló a la mujer de Coburn (la Sheila del título) y, al final del juego, el millonario parece haber descubierto quien fue el culpable. De más está decir que Coburn es hecho boleta antes de la mitad del camino y los supervivientes se dedican a intentar resolver las piezas restantes del misterio mientras las muertes se suceden.

El cast es de lujo, incluyendo a Richard Benjamin en su mejor época, la siempre picante Dyan Cannon, una sufrida Joan Hackett, esplendorosa Raquel Welch, un jovencísimo Ian McShane y un desvencijado James Mason que se convierte involuntariamente en el Poirot de turno. Ciertamente la cosa de las pistas viene algo rebuscada – las acusaciones de Coburn son ciertas pero recaen sobre los personajes equivocados – y la historia es bastante osada para la época (incluyendo temas de homosexualidad y perversión), pero el desarrollo no deja de ser entretenido y el final es espléndido. Simplemente un gran show de suspenso hecho con ingenio y buen timing, como hacían antes los artesanos del buen cine y que hoy se encuentra en extinción..