Crítica: Atlas Shrugged, Part III: Who is John Galt? (2014)

Volver al índice de críticas por año / una crítica del film, por Alejandro Franco

USA, 2014: Kristoffer Polaha (John Galt), Laura Regan (Dagny Taggart), Peter Mackenzie (jefe de estado Thompson), Greg Germann (James Taggart), Joaquim de Almeida (Francisco d’Anconia)

Director: James Manera, Guión: John Aglialoro, Harmon Kaslow & James Manera, sobre la novela homónima de Ayn Rand

Trama: Dagny Taggart ha logrado seguirle el rastro a John Galt hasta un refugio en las montañas, el cual se encuentra aislado del mundo exterior gracias a un holograma que cubre todo el paraje. Allí se reencuentra con un montón de empresarios y científicos amigos (los que daba por desaparecidos), los cuales viven felices en la comunidad diseñada por Galt, y se mantienen aislados de la voracidad y la torpeza de los burócratas del gobierno. Durante su permanencia, Galt intentará convencer a Dagny de la necesidad de unirse al boicot, negándose a compartir sus riquezas con un gobierno perezoso y decadente; pero el amor por la empresa familiar es mas fuerte que sus ideales, y es por ello que Dagny decide regresar a la civilización, jurando no revelar el paradero de Galt. Sin embargo la nacionalización de su empresa de ferrocarriles – y el descontrol creado por su hermano tras su paso por el directorio -, pondrán a Dagny en serios aprietos… circunstancia en la cual Galt deberá salir del ostracismo e intervenir, antes que la civilización occidental caiga en un estado insalvable de decadencia y corrupción.

Atlas Shrugged: Part III Yo no comulgo con las ideas de Ayn Rand. Su filosofía del egoismo social, su ideario – tan ingenuo como prepotente -, su fascismo de clase alta. Pero, por otra parte, no dejo de reconocer su capacidad intelectual. Crear una linea de pensamiento – sofisticada, influencial, rebuscada – no es para cualquiera, y sería absurdo intentar negarle su importancia histórica. Rand orquestó una postura que antes no existía, y frente a la cual uno no puede permanecer indiferente – sea por oposición o por adhesión -. Digo: aún las ideologías mas detestadas y/o combativas resultan útiles, simplemente porque movilizan y te hacen pensar en alternativas diferentes, las cuales intentan subsanar las carencias y contradicciones de la postura original.

Dicho esto, me imagino a Ayn Rand revolcándose en su tumba al ver el engendro en el que han transformado su obra máxima – como diría alguien en Rotten Tomatoes “el libro favorito de los sociópatas que van a la Universidad” -, degenerándola en un espectáculo barato, ridículo y risible. Si hasta ahora las dos primeras partes de La Rebelión de Atlas zafaban – acercándose al tono de los melodramas corporativos que escribía Harold Robbins en los años 70, mas el plus del subliminal discurso panfletario inyectado por Rand a la trama -, la tercera (y final) entrega es un desastre de proporciones bíblicas. La manufactura es demasiado barata, el libreto es pésimo y el nivel de las performances es inferior a la de una telenovela de la tarde (ya diría que entra en la clase de “secuencia filmica intermedia para videojuego barato”). Los yanquis tienen una expresión para esto y es “Crash and Burn”: el filme simplemente se estrella y explota en llamas.

El gran problema que tiene la saga es que nadie ha ido a verla. Ni siquiera los seguidores a ultranza de Rand. El cómo siguieron adelante con el proyecto tiene que ver con la tozudez del productor John Aglialoro, un tipo convencido de que el mundo iba a cambiar si las masas accedían a los contenidos expresados por Rand en su obra. Para financiar su Jihad intelectual, el tipo terminó poco menos que rascando monedas de los teléfonos públicos – haciendo colectas, vendiendo participaciones en la producción, apelando a Kickstarter y otros medios de financiamiento colectivo de filmes -, con el agravante de que cada capítulo recaudaba menos que el anterior (y ni siquiera compensaba sus costos), lo cual dejó a Aglialoro con pelusa en los bolsillos para solventar la tercera entrega de la saga. Es dificil concretar una visión épica del futuro con apenas 5 millones – menos de la mitad de los presupuestos anteriores -, y orquestada por los artesanos mas baratos a los cuales podía pagarle. Pero el ahorro en producción y talento artístico se nota, y el capítulo final es un desborde de mediocridad que haría la delicias de la gente del Mystery Science Theater 3000.

Como pasaba con las otras entregas, el elenco ha vuelto a cambiar – de acuerdo a la plata disponible, contratan a un cast totalmente diferente para cada capítulo -, con lo cual el mismo personaje ha sido interpretado por tres actores diferentes a lo largo de la saga, volando por los aires la continuidad y la calidad de la serie. Sin lugar a dudas el elenco de la tercera entrega es el peor: Kristoffer Polaha – quien encarna al dichoso John Galt – es más un leñador prepotente que el dichoso genio y líder de una revolución cultural que cambiará a la humanidad; Laura Regan es tremendamente blandengue y carece del carisma que requiere el papel de Dagny Taggart; y el resto se divide entre sobreactores contratados por dos pesos, adoradores a ultranza de la filosofía de Rand (que laburan ad honorem), y tipos que vieron por el barrio y terminaron siendo reclutados; una horda de ineptos que no tiene ni el tono ni el physique du rol para los papeles que les toca encarnar. El peor de todos es Larry Cedar, el cual parece un farmaceútico maligno antes que el retorcido sicario que encabeza el letal servicio de inteligencia del gobierno fascistoide de turno.

Los problemas abundan y los hay de todo tipo y color. El principal es la elección del director, un tipo que hasta ahora hizo un documental y un par de capítulos para series de TV. Está visto que Manera no sabe elegir ni dirigir elencos, y mucho menos, entender la obra de Rand como para adaptarla de manera decente. La entrada en escena de John Galt es tan vulgar como despojada, y todo el misticismo que rodeaba al personaje – construido de manera artesanal en las anteriores entregas – termina por evaporarse en los primeros cinco minutos de charla. El supuesto mesías del egoismo social resulta ser un simplón sin carisma, y uno no entiende como un tipo así pudo convencer a los capitanes de la industria para que abandonaran todo y lo acompañaran. Su argumentos carecen de convicción y, para colmo, el libreto opta por tomar atajos de tono documental – los grandes acontecimientos se reducen a una foto fija y un voiceover -, lo que destroza el tono épico que pretendía tener el filme. Por otra parte el guión abandona por completo el romance entre Hank Rearden y Dagny Taggart, y opta por enredar a Galt entre las faldas de la empresaria ferrocarrilera, todo esto, cocinado con la misma pasión que un velatorio.

Las inconsistencias abundan. Esta gente toma taxis, usa aviones con motores comunes, e incluso abundan los trenes impulsados por locomotoras diesel, algo que contradice la premisa inicial de la crisis terminal de combustibles líquidos. Ni siquiera el pionero del motor de movimiento eterno respeta su propia filosofia, movilizandoce en un jeep vulgar y silvestre. Pero quizás lo peor es la falta de sentido dramático de todo este estofado. Después de unas semanas al lado del gurú de la economía planetaria, Taggart regresa a la civilización, viendo como el gobierno hace estupideces, nacionaliza empresas y reparte ganancias entre las corporaciones asimiladas y deficitarias. Justo en el momento en que está a punto de agarrarle el patatús aparece Galt, el que da un discurso – no en la montaña sino apoderándose de la cadena nacional -, se entrega, es torturado, y su sacrificio conmueve a las masas, las cuales terminan abrazando su ideología a ciegas y se ponen en contra del gobierno autoritario y voraz. Como quien dice, el tipo no es mas que un nuevo Jesús, un hombre simbolo para una sociedad desequilibrada y explotadora.

La puesta en escena es mala. El enfoque del libreto es idiota y simplista. Pero, si esos son errores de orquestación de un artesano de mala calidad, lo peor subyace en el texto de Rand. El inflexible John Galt piensa y actúa como un terrorista de guante blanco, un tipo que ha demolido todas las fuentes primarias de recursos y energía – sea por mano propia, convenciendo a sus pares -, dejando a la civilización al borde del caos y chantajeando al gobierno para que caiga por su propio peso. Digo: todo esto es de una prepotencia insostenible – ¿por qué Galt no fundó un partido político y aspiró a tomar el poder por medios democráticos?; ¿no es acaso otro de esos iluminados que descree de la verdad de las urnas? ¿no es un mesiánico portavoz de una minoría que intenta aplastar al gobierno imponiendo sus propias ideas? -, simplemente porque se trata de un terrorista camuflado de héroe idealista.

La historia la escriben los vencedores. Ellos manosean el relato hasta adecuarlo a sus necesidades. Yo descreo de esos tipos que aparecen de la nada, dicen querer cambiar el mundo, y aspiran a tomar el poder por medios violentos. Si pierde la batalla es un terrorista; si triunfa y se encarama en el gobierno, entonces es un revolucionario. La inmensa mayoría de revolucionarios rampantes – sea de izquierda o de derecha – no dejan de ser pichones de dictadores, tipos que se relamen al llegar al poder, y que inician sangrientas purgas entre sus filas al momento de querer cimentarse en el trono de gobernante. La naturaleza del revolucionario es la desconfianza, y por ello el acto seguido es la coartación de la libertad. No hay nadie que busque la suma del poder y después resulte ser un individuo equilibrado; si llegara a existir un personaje tan utópico – y buscara la felicidad y la restauración del equilibrio – , al momento de reintegrar la libertad perdida vería como un grupo de conspiradores (simpatizantes del régimen derrocado) se organizaría para boicotearle. Es el Yin y Yang del poder. Y aquí John Galt dista mucho de ser un Jesucristo o, siquiera, un Mahatma Ghandi; es un tipo que ha convencido a otros para vuelen por los aires sus propias fábricas, minas e instalaciones, deseoso de asfixiar al gobierno para que cumpla sus órdenes. Para colmo Atlas Shrugged: Part III termina de una manera tan abrupta como insatisfactoria, sin dar señas si Galt se convertirá en la voz cantante del nuevo orden que renacerá tras la caida de la civilización (por el agotamiento de la energía), o si optará por refugiarse en las montañas, llevando una vida de pachorra a pleno mientras el resto del mundo se desangra en el caos. Pero, a esta altura, ¿a quién le importa?.

Atlas Shrugged: Part III es incompetente e insatisfactoria por donde se la mire. El único impacto que produce es su torpeza, lo cual sepulta las intenciones panfletarias de la autora bajo un alud de burradas y errores creativos. Aún con el rechazo que me provocan sus ideas, éste no era el final que la obra de Rand merecía, quedando como un burdo esbozo de lo que era un panfleto tan equivocado como magnífico.

LA REBELION DE ATLAS (ATLAS SHRUGGED) SEGUN AYN RAND

Atlas Shrugged Parte I (2011) – Atlas Shrugged, Parte II: el Golpe (2012) – Atlas Shrugged, Parte III (2014)