Artículos: Breve Historia del Cine Fantástico (Primera Parte)

Volver al Indice – artículos sobre Cine Fantástico / un artículo de Alejandro Franco

Las raíces de lo imposible se encuentran en los albores de la civilización, en leyendas y relatos religiosos, historias que terminarán abonando la imaginación de una prolífica generación de escritores de ficción surgida a fines del siglo XIX y que terminarán formando la base del cine fantástico en los albores del siglo XX.

Breve Historia del Cine Fantastico (Primera Parte)

Al ser humano le fascina lo imposible. Desde que inventó la escritura, el hombre ha intentado describir el mundo que le rodea – para enseñarlo, para analizarlo – y, cuando se topaba con algo que estaba mas allá de su entendimiento, simplemente lo traducía en términos mágicos. He allí la explicación divina del trueno y del rayo para los pueblos mas antiguos. Desde ya que esas explicaciones se volvieron parte de un imaginario mucho mas vasto y complejo a medida que el hombre se convirtió en una criatura social, formó las primeras civilizaciones, y creó las primeras religiones. Doctrinas amparadas por una visión mágica del universo, el objetivo primario de las religiones es contener el miedo existencial del hombre al proveerle una serie de postulados dogmáticos que dan por sentado el origen de la humanidad, su propósito en la Tierra, su trascendencia mas allá de la muerte. Al sacar de la ecuación estas incógnitas, el individuo se siente en paz y queda apto para recibir toda la mitología y toda la escala de valores morales que la religión ha construído.

La naturaleza de muchas religiones es intrínsecamente fantástica – con hacedores que sobreviven la duración de varias existencias terrenales, reviven de la muerte y/o son generadores seriales de milagros; héroes con capacidades sobrehumanas; individuos de férrea moral que se convierten en testigos de acontecimientos cataclísmicos generados por la furia divina; guardianes inmortales (e implacables) del destino de la raza humana; y la lista sigue y sigue – debido a que el religioso debe impresionar al creyente con ejemplos que están fuera de la comprensión humana. La reverencia a la deidad es una mezcla de respeto y temor y, para no provocar su furia, es necesario cumplir con todos sus postulados. En el fondo no deja de ser la aplicación religiosa de un modelo paternal estricto y severo, en donde la deidad de turno vigila, castiga y corrige a sus hijos, e impide que se aparten del camino indicado.

Si los efectos especiales estaban reservados para los libros religiosos, era lógico que semejante dogmatismo culminara con la persecución de pensadores y artistas, individuos que podían imaginar una realidad distinta a la doctrina. Deberían pasar siglos para que la religión perdiera su caracter preponderante en la sociedad y los titulares de la razón le pudieran dar vía libre a su intelecto. Llega el Renacentismo, el auge del arte y de la ciencia, y es inevitable darse cuenta de que la imaginación carece de limites. Leonardo Da Vinci crea máquinas imposibles pero sólo puede plasmarlas en el papel, pues la tecnología de la época no alcanza para construirlas. El problema es que la ciencia es una doctrina reservada para unos pocos iluminados, y no deja de ser una exposición intelectual, teórica pero escasamente práctica, la cual avanza a pasos de tortuga.

Desde ya, todo eso cambia cuando llega la Revolución Industrial. El capitalismo saca a la ciencia de las aulas de las universidades y la pone a generar dinero; para ello patrocina a una generación prolífica de inventores, creadores de máquinas que alterarán al mundo de manera única, radical y definitiva. Cada invención puede dar a luz a una nueva industria – como ocurre con la locomotora – y/o alterar a niveles exponenciales el desempeño de una actividad ya existente – como sucede con las primeras máquinas de coser -. Surgen nuevos millonarios – competidores directos, en riqueza y poder, de la realeza y los terratenientes -, los cuales no dejan de ser industriales que han aplastado a la competencia con la abrumadora capacidad de producción de sus maquinas. Pero todo éxito tiene costo y, en este caso, es el humano: las masas pobres que se ven obligadas a trabajar en la industria en condiciones aberrantes y a cambio de un salario ínfimo. Ello constituirá el caldo de cultivo de las doctrinas mas radicales y revolucionarias, soñadoras seriales de utopías sociales, y las cuales terminarán generando los movimientos políticos mas convulsivos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Si la Revolución Industrial puso a las máquinas (y a la ciencia) en el centro de la escena, entonces, ¿por qué no fantasear con ellas?. Julio Verne se convierte en padre de la ciencia ficción al imaginar aventuras excitantes bajo el mar a bordo de un submarino, o viajando miles de kilómetros – en el interior de una cápsula espacial – hasta alcanzar la Luna. Cosa curiosa, Verne no es un científico dedicado a crear fantasías tecnológicas sino un mero escritor de aventuras; y cuando las tierras exóticas y las rutas peligrosas se le agotan, entonces decide internarse en lo inexplorado (hasta ese entonces) como es el espacio y el fondo del mar. A él se sumaría H.G. Wells, quien utilizaría a la ciencia ficción como crítica camuflada a la sociedad imperial y militarista que prevaleció, desde los albores de la historia, en Gran Bretaña y que en ese momento se encontraba en su máxima efervescencia. En La Guerra de los Mundos (1898) una sociedad alienígena mucho mas avanzada aplasta a la soberbia milicia británica en cuestión de horas y deja al mundo al borde de la indefensión. Claro, poseen máquinas mucho mas avanzadas, una tecnología nunca antes vista, y avanzan de manera sangrienta e imparable ya que su propósito es doblegar, colonizar y saquear, pero… ¡esperen!. ¿Acaso no es lo mismo que estaba haciendo Inglaterra en esos momentos en su masiva – y sangrienta – campaña colonial en todas partes del mundo?.

Y si Verne y Wells fantasean con máquinas – viendo el aspecto mas positivo e innovador de la Revolución Industrial -, otros soñarán con utopías, con sociedades ideales que funcionen como antagonistas de la injusta realidad social que predomina en la época. Pero las palabras no alcanzan para expresar tantas ideas fantásticas y es necesario un nuevo medio para canalizarlas. La solución la proveerá otro invento de la época, una máquina creada por los hermanos Lumiere en 1895 y que es capaz de capturar y proyectar imágenes en movimiento. Y mientras que al principio el cinematógrafo no dejaba de ser un invento anodino – que sólo captaba la parte mas rutinaria de la realidad -, la cosa se condimentaría cuando los artistas pusieran las manos sobre el aparato y descubrieran toda su potencial. Habría que esperar a la maduración artística de Georges Mélies para obtener la primera obra reconocida del cine fantástico en Viaje a la Luna (1902).

Mélies, mago de profesión, había visto una de las primeras proyecciones de los hermanos Lumiere en París y había quedado encandilado con el cinematógrafo. Al no poder adquirir uno construyó el suyo propio y se dedicó a rodar innumerables cortos de magia desde 1896. En una de sus filmaciones descubrió por accidente que los objetos desaparecían mágicamente de un fotograma a otro – esto es, porque Melies se olvidó de cerrar el lente mientras ajustaba los componentes de la escena -, y pronto se dedicó a investigar qué otro tipo de trucos visuales podía generar con el cinematógrafo. Para principios del siglo XX el francés ya era un experto en efectos especiales – rudimentarios pero pioneros – y pronto formó su propio estudio. Y en 1902 se despachó con su versión – muy liberal – de la clásica obra de Julio Verne De la Tierra a la Luna.

La nueva centuria asoma auspiciosa para los creadores de universos imaginarios, criaturas imposibles y dimensiones desconocidas. Mélies da el primer paso pero no es el único; pronto otros artistas se unirán a él, cimentando las bases de lo que será el cine fantástico en el amanecer del siglo XX.

BREVE HISTORIA DEL CINE FANTÁSTICO

Primera parte (desde los inicios de la humanidad hasta el 1900)Segunda parte (1900 – 1945)Tercera parte (1945 – 1968)